Los creadores de propaganda de corte nazi-fascista tales como Salvador Borrego, Joaquín Bochaca y otros por el mismo estilo, no sólo se sienten y se creen autoridades supremas en todo tipo de temas tales como política, sociología, psicología, ciencias militares, historia y jurisprudencia. También se ven a sí mismos como doctos ilustrados en el tema de la economía, del cual también tienen algo que decir.
Antes de entrar de lleno en los argumentos sobre cuestiones económicas expuestos por los “sabios” de la extrema derecha, asentaremos de antemano algunos puntos que se habrán de tener en cuenta para poder dar respuesta apropiada a las razones de los neofascistas contemporáneos.
1) 3 de agosto de 1492 (fecha de partida de las tres carabelas de Cristóbal Colón)
2) 22 de abril de 1519 (llegada de Hernan Cortes a las costas de Veracruz)
4)
General Dynamics
5) La década transcurrida entre el inicio de la Gran Depresión (1929) y la invasión Nazi de Polonia (1939)
Lo anteriores puntos serán usados posteriormente como referencia en el análisis que será llevado a cabo en este documento.
Tomaremos ahora un extracto del libro Derrota Mundial titulado “El trono de oro empuja a Occidente”, el cual resume en algunos párrafos las principales argumentaciones ofrecidas sobre el tema de la economía por los nazi-fascistas de hoy. A continuación se reproduce tal cual sin alteraciones ni omisiones (esto con el propósito de no incurrir en la práctica común en los textos de la extrema derecha de citar fuentes mutilando párrafos torales y sacando cosas fuera de contexto dándoles un sentido distinto al original) el extracto representativo elaborado un escritor neofascista rabiosamente antisemita (el cual hipócritamente siempre ha negado ser un antisemita al igual que lo hacen todos los de su clase) que vale la pena leer bien para poder estar en condiciones de llevar a cabo un análisis y una crítica objetiva sobre las creencias de la extrema derecha neofascista en lo que corresponde a teoría económica.
EL TRONO DE ORO EMPUJA A OCCIDENTE
Occidente se interpone
Subcapítulos 4 y 5, capítulo III
Derrota Mundial, 1953
Había otro factor también interesado en que «el mundo entero» se alineara en contra de Alemania. Ese factor era el Trono del Oro. Ahí el judaísmo se movía con ancestral destreza, y mediante abstrusas teorías seudo-científicas disfrazaba su dominio sobre las fuentes económicas.
La influencia de ese trono acababa de ser proscrita en Berlín. Hitler había proclamado que la riqueza no es el oro sino el trabajo, y con la realidad palpable de los hechos estaba demostrándolo así.
Lentamente iba quedando al descubierto la ruin falacia de que el dinero debe primar sobre las fuerzas del espíritu. El hecho de que así ocurriera no era prueba concluyente de que así debería seguir ocurriendo. La economía nacionalsocialista de Hitler se aventuró resueltamente por un nuevo camino ante los ojos incrédulos del mundo. Había recibido una Alemania exhausta por la última guerra, y de la miseria resurgía como una potencia internacional.
Con un territorio 19 veces mayor que Alemania y con recursos naturales y económicos infinitamente más grandes, Roosevelt no había dado empleo a sus once millones de cesantes. Pese a sus vastos recursos coloniales, los Imperios británico y francés tampoco se libraban de ese crimen del Trono del Oro. En cambio, en la minúscula Alemania, no obstante la carencia de vastos campos agrícolas, de petróleo, de oro y de plata, la economía «nazi» había dado trabajo y pan a los 6.139.000 desocupados que le heredó el antiguo régimen.
Si los sabihondos de la «ciencia económica» erigida en «tabú» alegaban que cierto terreno no podía abrirse al cultivo ni acomodarse ahí determinado número de cesantes, debido a que no había dinero, esto parecía ser una razón suficiente. La economía nacionalsocialista, en cambio, se desentendía de que en el banco hubiera o no divisas o reservas de oro; emitía dinero papel, creaba una nueva fuente de trabajo, daba acomodo a los cesantes, aumentaba la producción, y ese mismo aumento era la garantía del dinero emitido. En vez de que el oro apuntalara al billete de banco, era el trabajo el que lo sostenía. En otras palabras, la riqueza no era el dinero, sino el trabajo mismo, según la fórmula adoptada por Hitler.
Si en un sitio había hombres aptos para trabajar y obras que realizar, la economía judaica se preguntaba si además existía dinero, y sin este tercer requisito la obra no se iniciaba y los cesantes permanecían como tales. La economía nacionalsocialista, en cambio, no preguntaba por el dinero; el trabajo de los hombres y la producción de su obra realizada eran un valor en sí mismos. El dinero vendría luego sólo como símbolo de ese valor intrínseco y verdadero.
Por eso Hitler proclamó: «No tenemos oro, pero el oro de Alemania es la capacidad de trabajo del pueblo alemán... La riqueza no es el dinero, sino el trabajo». Los embaucadores del Trono del Oro gritaban que ésta era una herejía contra la «ciencia económica», mas Hitler refutaba que el crimen era tener cesantes a millones de hombres sanos y fuertes y no el violar ciertos principios de la seudo-ciencia económica disfrazada con relumbrantes ropajes de disquisiciones abstrusas.
«La inflación —dijo Hitler— no la provoca el aumento de la circulación monetaria. Nace el día en que se exige al comprador, por el mismo suministro, una suma superior que la exigida la víspera. Allí es donde hay que intervenir. Incluso a Schacht tuve que empezar a explicarle esta verdad elemental: que la causa esencial de la estabilidad de nuestra moneda había que buscarla en los campos de concentración. La moneda permanece estable en cuanto los especuladores van a un campo de trabajo. Tuve igualmente que hacerle comprender a Schacht que los beneficios excesivos deben retirarse del ciclo económico.
»Todas estas cosas son simples y naturales. Lo fundamental es no permitir que los judíos metan en ellas su nariz. La base de la política comercial judía reside en hacer que los negocios lleguen a ser incomprensibles para un cerebro normal. Se extasía uno ante la ciencia de los grandes economistas. ¡Al que no comprende nada se le califica de ignorante!. En el fondo, la única razón de la existencia de tales argucias es que lo enredan todo... Sólo los profesores no han comprendido que el valor del dinero depende de las mercancías que el dinero tiene detrás.
»Dar dinero es únicamente un problema de fabricación de papel. Toda la cuestión es saber si los trabajadores producen en la medida de la fabricación del papel. Si el trabajo no aumenta y por lo tanto la producción queda al mismo nivel, el aumento de dinero no les permitirá comprar más cosas que las que compraban antes con menos dinero. Evidentemente esta teoría no hubiera podido suministrar la materia de una disertación científica. Al economista distinguido le importa sobre todo exponer ideas envueltas en frases sibilinas...
»Demostré a Zwiedineck que el patrón oro, la cobertura de la moneda, eran puras ficciones, y que me negaba en el futuro a considerarlas como venerables e intangibles; que a mis ojos el dinero no representaba nada más que la contrapartida de un trabajo y que no tenía por lo tanto valor más que en la medida que representase trabajo realmente efectuado. Precisé que allí donde el dinero no representaba trabajo, para mí carecía de valor.
»Zwiedineck se quedó horrorizado al oírme. Me explicó que mis ideas conmovían las nociones más sólidamente establecidas de la ciencia económica y que su aplicación llevaría inevitablemente, al desastre.
»Cuando, después de la toma del poder, tuve ocasión de traducir en hechos mis ideas, los economistas no sintieron el menor empacho, después de haber dado una vuelta completa, en explicar científicamente el valor de mi sistema» [Bormann, Martin, “Conversaciones de Hitler Sobre la Guerra y la Paz”].
«Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica», escribió Oswald Spengler en “La Decadencia de Occidente”. Y en efecto, el nacionalsocialismo modificó la economía de la nación en cuanto logró orientar hacia metas ideales la actitud psíquica del pueblo. La falsificación judía de la Economía Política, según la cual el trabajo es sólo una mercancía y el oro la base única de la moneda sana, quedó evidentemente al descubierto.
Muchos incrédulos investigadores fueron a cerciorarse con sus propios ojos de lo que estaba ocurriendo en Alemania. El Radcliffe College de Estados Unidos envió a Berlín al economista anti-nazi Maxime Y. Sweezy. Entre sus conclusiones publicadas en el libro “La Economía Nacionalsocialista”, figuran las siguientes:
«El pensamiento occidental, cegado por los conceptos de una economía arcaica, creyó que la inflación, la falta de recursos, o una revolución, condenaban a Hitler al fracaso... Mediante obras públicas y subsidios para trabajos de construcción privada se logró la absorción de los cesantes. Se cuidó de que los trabajadores de determinada edad, especialmente aquellos que sostenían familias numerosas, tuvieran preferencia sobre los de menor edad y menores obligaciones... Se desplazó a los jóvenes desocupados hacia esferas de actividad de carácter más social que comercial, como los Cuerpos de Servicio de Trabajo, de Auxilios Agrícolas y de Trabajo Agrícola Anual.
»En el otoño de 1936 ya no existía duda alguna sobre el éxito del primer plan cuatrienal. La desocupación había dejado de ser un problema e inclusive se necesitaban más obreros. El segundo plan cuatrienal quedó bajo la dirección del general Gœring, cuya principal meta era independizar a Alemania de todos los víveres y materias primas importadas... Con proteínas de pescado se manufacturaron huevos en polvo; los autobuses fueron movidos por medio de gas; se usó vidrio para fabricar tubería y material aislante; se implantó la regeneración del hule y la purificación del aceite usado, y el tratamiento de la superficie de metal contra el moho. Se almacenó aserrín para transformarlo en una harina de madera que también se usó como forraje; el pan se elaboró, en parte, de celulosa; las cubiertas de las salchichas se usaron de celofán; se transformaron las papas en almidones, azúcares y jarabes.
»En Fallersleben se inició la construcción de no sólo la fábrica de automóviles más grande del mundo sino de la fábrica más grande del mundo de cualquier clase. El Volkswagen (auto del pueblo) costaría mil ciento noventa marcos en abonos de cinco semanarios.
»En seis años los nacionalsocialistas terminaron 3.065 kilómetros de carreteras, parcialmente, 1.387 kilómetros más, e iniciaron la construcción de otros 2.499 kilómetros.
»La estabilización de precios que resultó de la intervención oficial nacionalsocialista debe conceptuarse como un éxito notable, único en la historia económica desde la revolución industrial... Esta experiencia permitió que prosiguiera la guerra sin que el problema de los precios preocupara a Alemania» [1].
[1. Durante cinco años de guerra el costo de la vida en Alemania subió un 12%, y los salarios en un 11%].
¿Cómo había sido lograda esa milagrosa transformación si Alemania carecía de oro en sus bancos, si carecía de oro en sus minas y de divisas extranjeras en sus reservas?. ¿De qué misteriosas arcas había salido el dinero para emprender obras gigantescas que dieron trabajo a 6.136.000 cesantes existentes en Enero de 1933?. ¿Había logrado, acaso, la piedra filosofal buscada por los antiguos alquimistas para transformar el plomo en oro?.
La fórmula no era un secreto, pero sonaba inverosímilmente sencilla entre tanta falacia que la seudo-ciencia económica judía había hecho circular por el mundo. Consistía, básicamente, en el principio de que «la riqueza no es el dinero, sino el trabajo». En consecuencia, si faltaba dinero, se hacía, y si los profetas del reino del oro gritaban que esto era una herejía, bastaba con aumentar la producción y con regular los salarios y los capitales para que no ocurriera ningún cataclismo económico.
El investigador estadounidense Sweezy pudo ver cómo se daba ese paso audaz y escribió: «Los dividendos mayores del 6% debían ser invertidos en empréstitos públicos. Se considera que el aumento de billetes es malo, pero esto no tiene gran importancia cuando se regulan los salarios y los precios, cuando el Gobierno monopoliza el mercado de capitales y cuando la propaganda oficial entusiasma al pueblo».
Sweezy relata también que la economía nacionalsocialista ayudó a los hombres de negocios a eliminar a los logreros de la industria; se ampliaron las subvenciones para las empresas productoras de bienes esenciales; se implantó un espartano racionamiento, y el comercio internacional se rigió a base de trueque. Mediante el Frente Alemán del Trabajo «la ilusión de las masas se desvió de los valores materiales a los valores espirituales de la nación»; se aseguró la cooperación entre el capital y el trabajo; se creó un departamento de «Fuerza por la Alegría»; se agregó otro de «Belleza y Trabajo»; se implantó el mejoramiento eugenésico y estético de los centros de trabajo. Para reducir las diferencias de clase, cada joven alemán laboraba un año en el «Servicio de Trabajo» antes de entrar en el ejército; se trasladaron jóvenes de las ciudades a incrementar las labores agrícolas; se movilizó a los ancianos a talleres especiales; a los procesados se les hizo desempeñar trabajos duros; a los judíos se les aisló del resto de los trabajadores, «con objeto de que el contagio fuera mínimo»; y las ganancias de los negociantes se redujeron a límites razonables.
El ex-Primer Ministro francés Paul Reynaud dice en sus "Revelaciones" que «en 1923 se trabajaban en Alemania 8.999 millones de horas y en Francia 8.184 millones. En 1937 (bajo el sistema nacionalsocialista que absorbió a todos los cesantes) se trabajaban en Alemania 16.201 millones de horas, y 6.179 millones en Francia». Como resultado, la producción industrial y agrícola de Alemania llegó a sextuplicarse en algunos ramos, y así la realidad-trabajo fue imponiéndose a la ficción-oro. Un viejo anhelo de la filosofía idealista alemana iba triunfando aun en el duro terreno de la economía. En sus "Discursos a la Nación Alemana" Johann G. Fichte había dicho en 1809 que «al alumno debe persuadírsele de que es vergonzoso sacar los medios para su existencia de otra fuente que no sea su propio trabajo».
Naturalmente que esto entraba en pugna con los intereses de una de las ramas judías que halla más cómodo amasar fortunas en hábiles especulaciones, monopolios o transacciones de Bolsa, que forjar patrimonios mediante el trabajo constructivo. Esta implacable ambición que no se detiene ante nada ya había sido percibida años antes por el filósofo francés Gustave Le Bon, quien escribió en "La Civilización de los Árabes":
«Los reyes del siglo en que luego entraremos, serán aquellos que mejor sepan apoderarse de las riquezas. Los judíos poseen esta aptitud hasta un extremo que nadie ha igualado todavía».
Ciertamente Hitler repudiaba a esos reyes del oro, y desde 1923 había escrito que el capital debe hallarse sometido a la soberanía de la nación, en vez de ser una potencia internacional independiente. Es más, el capital debe actuar —decía— en favor de la soberanía de la nación, en lugar de convertirse en amo de ésta. Es intolerable que el capital pretenda regirse por leyes internacionales atendiendo únicamente a lograr su propio crecimiento. En la democracia la economía ha logrado imponerse al interés de la colectividad, y si para sus conveniencias utilitarias es más atractivo financiar a los especuladores que a los productores de víveres, puede hacerlo libremente. De igual manera puede ayudar más a los capitales extranjeros que a los propios, si en esa forma obtiene dividendos mayores. El bien de la patria y de la nacionalidad no cuentan para nada en la «ciencia económica» del Reino del Oro.
Naturalmente, ese egoísmo practicado y propiciado por el judío fue barrido implacablemente en Alemania. Y una vez afianzada la economía nacionalsocialista, Hitler pudo anunciar el 10 de Diciembre de 1940:
«Estoy convencido de que el oro se ha vuelto un medio de opresión sobre los pueblos. No nos importa carecer de él. El oro no se come. Tenemos en cambio la fuerza productora del pueblo alemán... En los países capitalistas el pueblo existe para la economía y la economía para el capital. Entre nosotros ocurre al revés: el capital existe para la economía y la economía para el pueblo, Lo primero es el pueblo y todo lo demás son solamente medios para obtener el bien del pueblo. Nuestra industria de armamentos podría repartir dividendos del 75, 140 y 160 por ciento, pero no hemos de consentirlo. Creo que es suficiente un seis por ciento... Cada consejero —en los países capitalistas— asiste una vez al año a una junta, y oye un informe, que a veces suscita discusiones. Y por ese trabajo recibe anualmente 60.000, 80.000 ó 100.000 marcos. Esas prácticas inicuas las hemos borrado entre nosotros. A quienes con su genio y laboriosidad han hecho o descubierto algo que sirve grandemente a nuestro pueblo, les otorgamos —y lo merecen— la recompensa apropiada. ¡Pero no queremos zánganos!»
Muchos zánganos de dentro y de fuera de Alemania se estremecieron de odio y de temor.
Así se explica por qué el 7 de Agosto de 1933 —seis años antes de que se iniciara la guerra— Samuel Untermeyer, presidente de la Federación Mundial Económica Judía, había dicho en Nueva York durante un discurso:
«Agradezco su entusiasta recepción, aunque entiendo que no me corresponde a mí personalmente sino a la “guerra santa” por la Humanidad que estamos llevando a cabo. Se trata de una guerra que debe pelearse sin descanso ni cuartel, hasta que se dispersen las nubes de intolerancia, odio racial y fanatismo que cubren lo que fuera Alemania y ahora es Hitlerlandia. Nuestra campaña consiste, en uno de sus aspectos, en el boicot contra todas sus mercancías, buques y demás servicios alemanes... El primer Presidente Roosevelt, cuya visión y dotes de gobierno constituyen la maravilla del mundo civilizado, lo está invocando para la realización de su noble concepto sobre el reajuste entre el capital y el trabajo» [Carlos Roel, “Hitler y el Nazismo”].
Es importante observar cómo seis años antes de que se encontrara el falso pretexto de Polonia para lanzar al Occidente contra Alemania, ya la Federación Mundial Económica Judía le había declarado la guerra de boicot. La lucha armada fue posteriormente una ampliación de la guerra económica.
Carlos Roel añade en su obra citada: «La judería se alarmó, pues siendo el acaparamiento del oro y el dominio de la banca sus medios de dominación mundial, significaba un grave peligro para ello, el triunfo de un Estado que podía existir sin oro, y además, desvincular sus instituciones de crédito de la red internacional israelita, ya que muchos otros se apresurarían a imitarlo. ¿Cómo evitar ese peligro? No habría sino una forma: aniquilar a Alemania».
Agrega que esos amos del crédito realizan fabulosas especulaciones a costa del pueblo, fundan monopolios y provocan crisis y carestías; y como están en posibilidad de elevar o abaratar los valores de la Bolsa a su arbitrio, sus perspectivas de lucro se vuelven prácticamente infinitas. También Henry Ford habla de esto y refiere cómo los estadounidenses fueron testigos durante 15 meses de una de esas típicas maniobras: «El dinero —dice— se sustrajo a su objetivo legal y fue prestado a los especuladores al 6%, quienes a su vez volvieron a prestarlo al 30%».
Era, pues, tan bonancible la situación de los reyes del oro, que naturalmente se aprestaron con odio incontenible a combatir al régimen nacionalsocialista. El ejemplo de éste desacreditaba la sutil telaraña de seudo-ciencia económica tras la cual se hallaban apostados los magnates judíos al acecho de sus víctimas.
El sistema alemán de comerciar internacionalmente a base de trueque y no de divisas era también alarmante para esos profesionales especuladores. En respuesta a las críticas contra el trueque, Hitler dijo el 30 de Enero de 1939:
«El sistema alemán de dar por un trabajo realizado noblemente un contra-rendimiento también noblemente realizado, constituye una práctica más decente que el pago por divisas que un año más tarde han sido desvalorizadas en un tanto por ciento cualquiera [2].
»Hoy nos reímos de esa época en que nuestros economistas pensaban con toda seriedad que el valor de una moneda se encuentra determinado por las existencias en oro y divisas depositadas en las cajas de los bancos del Estado y, sobre todo, que el valor se encontraba garantizado por éstas. En lugar de ello hemos aprendido a conocer que el valor de una moneda reside en la energía de producción de un pueblo».
[2. Años más tarde Latinoamérica y otros países conocieron en carne propia tales especulaciones, pues habiendo vendido materias primas en un cierto precio, una desvalorización forzosa de sus divisas hizo que el beneficio de tales ventas disminuyera en casi un 50%].
La demostración de ese principio ponía automáticamente en evidencia el engaño que padecían otros pueblos. El judaísmo se sintió así herido en dos de sus más brillantes creaciones: en el Oriente, su Imperio marxista se hallaba en capilla; en el Occidente, su sistema económico supercapitalista de especulaciones gigantescas estaba siendo desacreditado ante los ojos de los pueblos occidentales que eran sus víctimas.
Y de ahí nació la entonces tácita alianza entre el Oriente y el Occidente para aniquilar a la Alemania nacionalsocialista. Ni los yugoeslavos, ni los belgas, ni los franceses, ni los ingleses ni los estadounidenses tenían por qué lanzarse a esa lucha, mas para los intereses israelitas era indispensable empujarlos. ¡Con los mismos pueblos que en cierto modo eran sus víctimas, el judaísmo político iba a afianzar su hegemonía mundial!.
Henry Ford escribió en 1920 que «existe un supercapitalismo que se apoya exclusivamente en la ilusión de que el oro es la máxima felicidad. Y existe también un super-gobierno internacional cuyo poderío es mayor que el que tuvo el Imperio Romano». Pues bien, ese super-gobierno iba a realizar la fabulosa tarea de lanzar a los pueblos occidentales a una guerra que era ajena a los intereses de esos pueblos e incluso perjudicial para ellos.
Así pues, el argumento central de la ultraderecha en lo que tiene que ver con la cuestión de la Economía es la fantasía de que fueron los judíos quienes “impusieron sobre la humanidad la creencia de que la riqueza de las naciones está basada no en el trabajo de sus ciudadanos sino en la cantidad de oro que poseen”. Esto es precisamente lo que la ultraderecha llama el trono de oro.
Sin embargo, tal aseveración es rotundamente falsa, porque al llegar a su fin la Edad Media y empezar el Renacimiento en Italia, tras el descubrimiento de América no fueron los judíos quienes dieron pie a tal concepto de que la riqueza de los pueblos está basada en sus posesiones de oro sino la España católica, algo de lo cual jamás se hace mención en texto alguno de la extrema derecha.
Remontémonos a los tiempos de la Edad Media, cuando Europa está empezando a salir a duras penas de las tinieblas oscurantistas de la Edad Media gracias al
Renacimiento que se está empezando a dar tras la terrible epidemia de la
peste negra. En España, los moros sarracenos han sido expulsados con la caída de la hermosa ciudad de Granada, y los ejércitos al servicio de los Reyes Católicos se han posesionado de todas las riquezas y tesoros que los antiguos moradores habían dejado tras de sí, acabando de tajo con una civilización que le dió al mundo el álgebra (la palabra deriva del árabe) y los fundamentos de la química (la palabra alquimia también deriva del árabe), esto además de la invención del cero que habría de posibilitar el avance exponencial de las matemáticas por venir.
Estando toda península ibérica bajo el control de los Reyes Católicos, no había ya más territorios qué conquistas, ni había ya más riquezas que saquear. Esta España era una España relativamente pobre, o más bien bastante pobre, en lo que a su economía respecta, y todo lo que tenía para presumir era su músculo militar.
Si avanzamos el reloj un poco más hacia adelante, llegamos a la fecha citada arriba como punto de referencia, el 22 de abril de 1519, la fecha del desembarco de Hernán Cortés y sus soldados en lo que hoy es conocido como México, en las costas de Veracruz. Esta era una fuerza expedicionaria invasora, bandida de principio a fin, con la misión de apoderarse de todo aquello de lo que se pudiera apoderar “en nombre de la Corona y de la España Católica”. Tras el desembarco de las hordas invasoras, el arribo de los soldados de la España Católica a la
Gran Tenochtitlán despertó de inmediato la codicia desmedida de los invasores, al ver que quienes los recibieron con los brazos abiertos por órdenes del
emperador azteca estaban adornados con grandes cantidades de oro y plata. Jamás en la historia de la humanidad se había visto tanta codicia por el oro reflejada en unos hombres como la codicia que esas grandes posesiones de oro (y de plata) en manos de los nativos despertaron en esos extranjeros llegados del otro lado del mundo. Esta codicia desmedida por el oro fue a fin de cuentas lo que desencadenó el colapso total del imperio de los aztecas.
Comportándose como unos verdaderos hampones en toda la extensión de la palabra, los Conquistadores-saqueadores emprendieron su
guerra desmedida en contra de los nativos para arrebatarles por la fuerza de la espada y el arcabuz todo ese oro. Por ese oro, los Conquistadores-saqueadores le habrían vendido el alma al mismo Diablo, tal era su desesperación por ese oro. Para los Conquistadores llegados de España, la riqueza de una nación estaba basada al cien por ciento en sus posesiones de oro (y de plata). Por esa sed de oro, la España Católica no vaciló en seguir enviando al nuevo continente hordas adicionales de saqueadores desalmados para hacer todo lo que fuese necesario, matar, torturar, mutilar, destruír, lo que fuese, con tal de recolectar la mayor cantidad posible de oro de las tierras recién descubiertas, y es así como llegaron al nuevo continente individuos sedientos de oro tales como
Francisco Pizarro. Resulta imposible atribuírle a judío alguno esa codicia enfermiza y desesperada por el oro del nuevo continente. Hernán Cortés muy ciertamente no era ningún judío. Tampoco lo era ninguno de sus soldados. Y los Reyes que enviaron a estas hordas de bandidos tampoco eran judíos. Todos ellos eran (o presumían ser)
muy “católicos”, de principio a fin. Y aunque los fundamentos del
Derecho Romano habían sido asentados desde hacía más de mil quinientos años, los invasores actuando a nombre de la Corona asesinaron y martirizaron a todos los nativos indígenas del continente americano que tuvieron el infortunio de caer en sus manos sin concederles jamás juicio previo y sin darles posibilidad alguna de defensa legal y sin mediar tampoco acusación específica alguna en contra de ninguno de ellos, que al fin y al cabo para estos carniceros los nativos eran especies sub-humanas cuyas vidas no valían absolutamente nada, ciertamente nada en comparación con el oro que buscaban con tanta desesperación. En tiempos actuales, los
Reyes Católicos y sus descendientes habrían terminado enjuiciados por un tribunal internacional y sin duda alguna encontrados culpables por crímenes de lesa humanidad.
En Internet abunda la literatura que hace mención de los extremos a los que llegaron los voraces emisarios del
trono de oro español para saciar su exacerbada sed de oro. Podemos leer lo siguiente en la
publicación mensual Número 4 que corresponde al Año 1, julio de 1999, del Instituto Cientifico de Culturas Indigenas
ICCI (Ecuador):
Genocidio en nombre de dios (Parte II)
Lucha y resistencia indígena en la historia de nuestros pueblos
Después de la conquista y durante todos estos siglos existieron levantamientos,insurrecciones y todo tipo de luchas para recuperar la libre determinación de nuestros pueblos. Los españoles reprimieron con dureza para escarmentar a los sublevados, como fue el caso de Hatuey, jefe de la región de Guahaba, y primer rebelde en la isla de Cuba, quien en el año de 1511, se refugió en las cuevas y en los montes del oriente de Cuba; allí señaló una cesta llena de oro y dijo: “éste es el Dios de los cristianos. Por él nos persiguen. Por él han muerto nuestros padres y nuestros hermanos”. Lo atraparon tres meses después, lo ataron a un palo. Antes de encender el fuego, un sacerdote le promete gloria y eterno descanso si acepta bautizarse. Hatuey pregunta: “En este cielo, ¿están los cristianos?”, le responden que sí. Hatuey elige el infierno. Fue quemado vivo.
Los españoles recurrieron a todas las estrategias para neutralizar la lucha indígena, a unos los asesinaron; a otros, con mucha astucia,les ofrecieron derechos y privilegios, algunos sucumbieron a la tentación y traicionaron a su pueblo, esta fue una de las causas para que se dé el triunfo de los españoles.
Conocemos de muchos dirigentes que lucharon contra los españoles como Cuauhtémoc el último rey de los Aztecas en México; Caupolicán en Chile; entre muchos otros.
Y en un trabajo titulado “Teoría de la sumisión a la conquista” elaborado por Federico Meléndez Valdemar
publicado el 7 de octubre del 2013, tenemos lo siguiente:
Aún cuando a (Vasco Nuñez de) Balboa se le procura ubicar como un personaje menos agresivo, su agenda no dista de los apetitos voraces de los demás conquistadores, mismos que seguían a pie juntillas las disposiciones de la corona española, que eran el dominio, pillaje y saqueo, a costa de lo que fuera, de los nuevos territorios avistados.
“En los primeros 150 años de conquista, 17.000 toneladas de plata y unas 200 toneladas de oro arribaron a España y potenciaron el incipiente desarrollo comercial y manufacturero, que abrió las puertas a la revolución industrial y al desarrollo capitalista de Europa”, sostiene Bernardo Veksler, investigador argentino.
En menos de una década, los españoles exploraron casi todas las islas del Caribe, especialmente Cuba, Jamaica, Puerto Rico y La Española. En 1513 Balboa avistó el Pacífico. De 1520 a 1530 se inició la conquista de México y Centroamérica. Y en la siguiente, le tocó a Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile (Vitali, 1998). “Un siglo después de la llegada de Cristóbal Colón al mar Caribe, de los más de 70 millones de indígenas, sólo quedaban tres millones y medio”.
A sabiendas de esta radiografía, que marcó un antes y un después en la historia de la América mestiza, en Panamá los “teóricos de la sumisión al invasor” destacan al conquistador Balboa en Avenidas, estatuas y monedas, ignorando las luchas legítimas de Cémaco, Bayano y Kibian, que en su instinto natural ubicaron con pertinencia los objetivos de dominación que animaba a los conquistadores europeos.
Por su parte esto es lo que nos dice el analista Carlos Figueroa Ibarra en su
artículo publicado el 27 de julio del 2012 en
Plaza Pública titulado “El oro y la muerte en América Latina”:
Desde los primeros años de la conquista y la colonización del subcontinente latinoamericano, la avaricia por el oro y la plata con la que venían los conquistadores, significó la muerte para los pueblos originarios de la región.
Esa voracidad llevada a la locura fue magistralmente retratada por el cineasta alemán Werner Herzog con su “Aguirre, la ira de Dios” (1972), film en el cual el actor alemán Klaus Kinski nos habría de dejar una de sus magistrales interpretaciones.
La rapacidad del conquistador español habría de moldear un modelo de colonización sustentado en la expoliación inmisericorde de los pueblos indígenas y la existencia de una metrópoli colonial a la que el oro no la hizo avanzar sino más bien la sumió en el atraso: el oro y las riqueza provenientes de la América colonizada no habrían de servir para industrializar a España y Portugal sino para pagar los artículos manufacturados que les vendían los países europeos ubicados al norte de sus fronteras. En las regiones de la América colonizada en las cuales se tuvo la desgracia de que los conquistadores y colonizadores encontraran oro y plata (lo que hoy es México, Bolivia y Perú por ejemplo) la población indígena fue sometida a una opresión y explotación tal que se observó un descenso demográfico notable.
Hay la sospecha fundamentada de que los Conquistadores-saqueadores cometieron muchas más atrocidades que las que se tienen documentadas, habido el hecho de que la obra de referencia usada para describir los hechos relativos a la Conquista, la
Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, atribuída a un soldado de Cortés de nombre Bernal Díaz del Castillo, fue de hecho
escrita en su totalidad por el propio Hernán Cortés, y ningún genocida en su sano juicio va a dejar constancia histórica alguna en la cual por su propia pluma caiga sobre él una condena durísima.
La rapaz voracidad de los Conquistadores-saqueadores manifestada en forma cruel y despiadada desde que llegaron por primera vez a Cuba no fue más que un reflejo fiel de la increíble voracidad del trono de oro que consumía los corazones de los Reyes Católicos Fernando e Isabel. Es imposible exculparlos a la luz de los hechos, estos dos capitanes de las hordas saqueadoras son tan culpables como sus sicarios genocidas que enviaron con la misión de saquear todo el oro que pudieran saquear de cualquier modo sin importar los excesos incurridos. ¡Ah, que monarcas tan traviesos! Sobre todo cuando sus travesuras y las de sus descendientes se tradujeron en tanto dolor y tantas muertes lejos de España. Quizá si un ángel les hubiera obligado a estos monarcas corruptos a presenciar por varias horas las mutilaciones, los tormentos, las desfiguraciones con hierros candentes a los nuevos esclavos, en fin, todo lo que estuvieron haciendo sus bandidos en nombre de la Corona, quizá tal vez se les hubiera ablandado un poco el corazón y hubieran dicho: “Esto no es lo que Jesús esperaría de nosotros como cristianos”, arrepintiéndose un poco y dando marcha atrás en alguno de los objetivos primarios de la Conquista. O tal vez no.
En los puntos dados arriba al principio, se proporcionó otra fecha, el 3 de agosto de 1492. Esta fecha es la fecha en la cual las tres carabelas de Cristóbal Colón zarparon hacia lo que sería el descubrimiento de un nuevo continente. Pero no fue lo único que ocurrió ese año. También en ese año,
y precisamente en ese año, el 31 de marzo de 1492 se emitió venció y se venció el plazo dado por los Reyes Católicos para la
expulsión de todos los judíos de España que no se hubieran convertido al catolicismo “por las buenas o por las malas”. Fue una expulsión masiva, sin precedentes, que prácticamente limpió a la península ibérica de judíos que se rehusaron a abandonar sus creencias y sus costumbres. De este modo, desde antes de que Hernán Cortés pusiera su pie en el continente americano, en España ya no había rastro alguno de judaísmo, y para lo que pudiera haber quedado la Santa Inquisición española se encargó de liquidarlo en los leños de la hoguera con el celo propio de los Nazis de Alemania. De hecho, existe una tesis muy interesante que propone que la coincidencia de fechas no lo fue tal, avanzando la hipótesis de que Cristóbal Colón era un judío el cual se vió prácticamente obligado a zarpar ese día con sus tres carabelas para poder encontrar en nuevas tierras el refugio que se le negaba a él y a los judíos en una extraordinariamente intolerante (en materia religiosa) España Católica.
No conformes con extinguir todo rastro de la cultura judía en España, los Reyes Católicos volvieron a incurrir en las mismas decretando también la
expulsión de los moros, convirtiendo a España en uno de los imperios más intolerantes sobre la faz de la Tierra (y habrían ido por más, excepto que los ingleses los mantuvieron ocupados y distraidos por buen tiempo). Indudablemente, el peso histórico de la culpa por estas “limpiezas étnicas” -las cuales inspirarían cuatro siglos más tarde a tipos “nacionalistas” como Adolfo Hitler y
Slobodan Milosevic- tiene que recaer directamente sobre los hombros de la Corona Española y sus emisarios que fueron enviados al otro lado del mundo para darle continuidad a la rapiña y el saqueo desmesurado que empezaron con la
caída de la hermosa ciudad de Granada, dándole rienda suelta a su voracidad por el metal amarillo
sobre el cual el imperio español basó directamente su economía nacional. Pero siendo así, ¿por qué insistir en seguirle echando la culpa a los judíos por el “trono de oro”? Esta es una consecuencia directa del revisionismo histórico ordenado por el dictador español fascista Francisco Franco bajo cuya férrea mano la prioridad consistió en exculpar a los Reyes Católicos de todos sus crímenes justificándoles todo, absolutamente todo, por ser “católicos”, echándoles en cambio la culpa de tales doctrinas de Estado en materia económica a los judíos, que al fin y al cabo una premisa no escrita ni confesada abiertamente en los textos de la extrema derecha aunque ampliamente usada por los neofascistas de hoy es que “a los judíos hay que echarles la culpa de todo aunque no la tengan, para eso están; es legítimo acusarlos hasta de cosas en las que sean inocentes e inventarles lo que sea recurriendo de ser necesario a la mentira y la tergiversación, a la distorsión histórica y a la manipulación de hechos y datos”.
Es importante señalar que, además de la expulsión masiva de judíos y moros, al no quedar nadie más a quien echar la Corona también condenó al exilio a todos los sacerdotes jesuitas de España, sin importar el hecho de que los
expulsados fueron sacerdotes católicos y sin importar tampoco el que la mayoría de ellos eran españoles nacidos en España (el fundador de la Compañía de Jesús,
San Ignacio de Loyola, era un español étnicamente “puro” nacido en España), como tampoco le valió a la orden jesuita el haber actuado como importante salvavidas de la Iglesia Católica romana ante los embates del Protestantismo de Martín Lutero en Europa. Sin embargo, la Corona Española mantuvo todo el tiempo muy buenas relaciones con los Inquisidores y verdugos de la Santa Inquisición cuyos instrumentos de “confesión” hoy podemos ver con nuestros propios ojos en varios museos, y es posible que varios de los interrogadores de la policía secreta Gestapo de la Alemania Nazi se hayan inspirado en los aparatos usados por los Inquisidores (incorporando desde luego sus propias “mejoras” y sofisticaciones resultado de la culta “tecnología aria”). Esta “policía religiosa” le fue extremadamente útil a la Corona Española para mantener subyudadas bajo el terror a sus colonias al otro lado del mundo garantizando así la llegada interminable de decenas de toneladas de oro saqueadas con mano de obra esclava nativa. (La mejor prueba en México de que los “piadosos” Reyes Católicos avalaron y dieron su visto bueno a la práctica de la esclavitud no en España pero sí en la Nueva España es el
decreto de abolición de la esclavitud promulgado por el Padre de la Independencia Don Miguel Hidalgo y Costilla. De no haber existido oficialmente la esclavitud en la Nueva España por espacio de tres siglos no habría sido necesario abolir tan aberrante y anticristiana práctica bendecida y apoyada por unos monarcas amorales y ambiciosos que tuvieron mucho en común con los nazifascistas del siglo XX.)
Falso es el mito (popularizado por órdenes del tirano fascista Francisco Franco en las escuelas de España) de que los soldados enviados por los Reyes Católicos al nuevo continente fueron enviados “para evangelizar a los indios y salvar almas”. ¿Evangelizar a quienes terminaron siendo esclavizados y obligados a trabajar noche y día en las minas de oro y plata con el único fin de satisfacer la voracidad inagotable de la Corona por el tan codiciado metal amarillo? Esos mitos no se los cree ni la abuela del pseudo-historiador revisionista que se dice llamar Joaquín Bochaca (del cual nadie parece tener una sola fotografía ni parece saber en dónde vive). El trono de oro empujó a Occidente, en efecto, pero estamos hablando del trono de oro sobre el que estuvieron cómodamente sentados por espacio de tres largos siglos los maquiavélicos sátrapas que se jactaron de sus glorias terrenas con frases tales como “en mis dominios nunca se pone el Sol”. Hasta que el teatro se les cayó y el inicuo imperio terminó por colapsarse tras la
invasión a España de un General corso que no requirió en lo absoluto de montañas de oro para darle la puntilla a la decadente Corona Española de aquél entonces que se dedicó a despilfarrar a manos llenas los tesoros mal habidos obtenidos de sus pillajes en el nuevo continente.
Una vez asentados los españoles en la Nueva España y en otras posesiones ricas en oro como Perú, el Imperio Español se convirtió en el imperio más poderoso de su época.
Pero no lo era por el trabajo de su gente sino por las enormes cantidades de oro y plata que se estuvieron extrayendo del continente americano. Por casi tres siglos se estuvieron enviando decenas de toneladas de oro y plata a la península ibérica para enriquecer las arcas de la Corona. En esto basó la España Católica su prosperidad, en esto basó su riqueza.
Lo que los ultraderechistas contemporáneos llaman el trono de oro fue de hecho una creación de la España Católica, sin intervención alguna de ningún judío o economista judío en ello. Todavía en nuestros tiempos se siguen
encontrando en el mar muchos rastros y vestigios de los ríos de oro y plata que los Conquistadores-saqueadores y sus discípulos se estuvieron llevando a España. Los famosos
doblones de oro españoles fueron acuñados no con oro que tuviera España porque en España no hay minas de oro que valgan la pena mencionar, sino con oro saqueado del continente americano.
El oro extraído en cantidades colosales con mano de obra esclava de los territorios conquistados posibilitó el uso amplio de la moneda de
ocho escudos de oro. Y con la plata obtenida de los territorios invadidos, la corrupta monarquía española pudo decretar el nacimiento del
real de a 8, produciéndolo y circulándolo en cantidades tales que se convirtió en la primera divisa de uso mundial. La siguiente fotografía nos muestra una moneda de plata de 50 reales, acuñada en 1659 en los tiempos de Felipe IV, un siglo después de que los Conquistadores-saqueadores hubieran puesto su pie en el nuevo continente:
La siguiente fotografía marca un hito en la historia de la numismática española, porque el anverso de la moneda que se muestra, equivalente a dos escudos de oro, acuñada en 1801, se dió cuando las colonias estaban en efervescencia prestas a punto de independizarse de la voraz monarquía española, y en cuestión de unos cuantos años el oro y la plata dejarían de fluirle al trono de oro marcando el principio del fin de la bonanza:
En los textos de la España fascista de Francisco Franco se popularizó mucho la idea (la cual aún persiste) de que los invasores españoles fueron muchísimo más generosos con sus conquistados que los norteamericanos lo fueron con su población indígena sobre la cual condujeron grandes matanzas. Esta ficción quijotesca tiene que ser moderada por el hecho de que si los Conquistadores-saqueadores de la España Católica no llevaron a cabo matanzas como las que llevaron a cabo los anglosajones con la población india de Norteamérica lo fue por el hecho no sólo de que los misioneros estuvieron allí para moderarles un poco su mano asesina sino porque
la España Católica necesitaba de una amplia disponibilidad de mano de obra esclava para poder extraer de las minas las enormes cantidades de oro y plata que la Corona esperaba y pedía con tanta desesperación. En esas minas de oro y plata murieron cientos de miles de indígenas cuyos rostros fueron herrados con hierros candentes como si fuese animales para marcar la propiedad y posesión del amo asignado, brutalizados a grado tal por sus nuevos amos que muchos de ellos prefirieron suicidarse en cuanto tuvieron la oportunidad para ello. Prácticamente todas las razones de la Corona y sus codiciosos emisarios para justificar el pillaje que empezaron a llevar a cabo tras la subyugación total de las poblaciones indígenas del nuevo continente estaban basadas en el insaciable apetito de los españoles de aquellos tiempos por el oro. ¡Oro! ¡Oro! ¡oro! Por el oro, hasta los mismos Reyes Católicos hubieran abjurado de su catolicismo y le hubieran quemado incienso a los dioses paganos como Júpiter y Apolo. El oro fue saqueado en cantidades tan ingentes, que todavía hasta la fecha se siguen
encontrando remanentes importantes de tales tesoros por los cuales los invasores le vendieron su alma al mismo Diablo.
El trono de oro empujó muy bien a Occidente, específicamente, a España, en los tiempos de auge del ccrrupto imperio español, y lo mantuvo a flote a tal grado que el resto de Europa también salió ampliamente beneficiado con las riquezas malhabidas (y he aquí una terrible paradoja, el que el poderoso imperio haya sido a la vez una colonia del resto de Europa).
¿Qué habría sido de la España Católica si no se hubiese descubierto el continente americano? A menos de que hubiese tomado la firme decisión de basar la prosperidad y la riqueza de la economía nacional en el trabajo de su gente; o a menos de que hubiesen afilado los soldados de la Corona sus espadas y sus lanzas para proceder a la invasión de sus vecinos como Francia e Inglaterra saquéndolos y robándoles todo su oro y plata (lo cual hubiera sido una labor muchísimo más difícil y con mucho menos probabilidades de éxito que la invasión del nuevo continente), posiblemente habría terminado siendo una nación extraordinariamente pobre, con miles y miles de seres famélicos muriéndose de hambre bajo condiciones paupérrimas, inspirando lástimas en sus vecinos (ciertamente, codicia no, al no tener nada que quitarle) viviendo en situaciones de inopia e insalubridad que le habrían puesto los pelos de punta incluso a los pobres de otros países como China y la India.
Pero si la codicia desmedida por el oro y su atesoramiento para fincar en él la riqueza y la prosperidad de un imperio fue obra y gracia de los españoles y no de los judíos tras la conquista de América, ¿por qué no hacen mención de ello los “economistas” de la ultradercha? Pues porque los españoles saqueadores no eran judíos, sino católicos, por ello y solo por ello vale la pena voltear hacia otro lado fingiendo demencia. Pero por otro lado, reconocer un hecho así les mandaría abajo en buena medida sus estrafalarias teorías.
El trono de oro español no duró por siempre. Al independizarse sus colonias en el nuevo continente, el oro dejó de fluír, y el imperio se colapsó, porque sus beneficiarios no estaban acostumbrados a vivir sin su enorme dependencia en el oro, una dependencia equivalente a una adicción a la droga. Lo que quedó del imperio terminó enfrascado en una guerra civil cuyo resultado final fue una larga dictadura fascista de ultraderecha, y sólo hacia finales del siglo XX los descendientes de aquellos saqueadores aprendieron a vivir constituyéndose como una democracia parlamentaria haciendo a un lado la época obscurantista del fascista que diciendo que luchaba por la restitución de la monarquía terminó atornillándose él mismo en la cima del poder sin permitir reinstauración de monarquía alguna que no fuera la suya propia.
La burda farsa del “trono de oro” fue retomada a principios del siglo XX por basura literaria como el tracto ruso
Los Protocolos de los Sabios de Sión (considerado como el fraude literario más grande de la Historia) y reciclado cientos de veces por tipos tan faltos de ética e integridad como el sacerdote ultraderechista argentino
Julio Meinvielle y el pseudo-historiador Salvador Borrego cuyo
rabioso antisemitismo lo destila hasta por las fosas nasales habiendo dedicado su vida entera para diseminar su filosofía de oro.
Igualmente falsa es la aserción propalada por la extrema derecha contemporánea de que a Hitler fue el que se le ocurrió
la gran idea de que la riqueza de las naciones está basada en el trabajo de su gente. Cualquiera que haya leído el trabajo titulado
La Riqueza de las Naciones elaborado por el inglés
Adam Smith en 1776 (mucho antes de que Hitler hiciera su aparición en el globo terráqueo) se dará cuenta de ello. Y Adam Smith elaboró su trabajo justo cuando el imperio español seguía aferrado en basar su prosperidad y su riqueza en los caudales de oro y plata que le estaban llegando del continente americano, oro y plata obtenidos con el sudor, la sangre y el dolor del los pueblos subyugados. No solo Adam Smith se dió cuenta del hecho básico de que la verdadera riqueza la constituye el trabajo de los pueblos; hubo otros economistas que mucho tiempo antes que Hitler se dieron cuenta de la validez de tal axioma y que también destacaron la universalidad del principio de que la verdadera riqueza de las naciones está basada en el trabajo de su gente.
Repasemos ahora el concepto de la Banca y su función.
El funcionamiento esencial y tradicional de un banco es servir como depósito y custodio de los valores y los dineros de quienes confían en que la seguridad ofrecida por su banco para resguardar sus ahorros. Pero no es lo único que hacen los bancos. La Banca sirve como motor de cualquier economía siguiendo un principio básico: el dinero que los ahorradores depositan en los bancos, una vez acumulado, puede representar una fuerte cantidad de dinero que el banco puede prestar cobrando cierto interés (la ganancia del banco), lo cual posibilita proveer de fondos para llevar a cabo megaproyectos que una persona por rica que fuese por sí sola no podría llevar a cabo, desde la construcción de industrias acereras y fábricas de aparatos electrodomésticos hasta el llevar a cabo la construcción de vías de ferrocarril y puentes con el financiamiento que proporcionan los bancos con préstamos a largo plazo. Y del interés que cobran los bancos por esos préstamos a largo plazo de grandes cantidades de dinero, parte de ese interés va a las cuentas de sus ahorradores para estimularlos a que sigan ahorrando haciendo depósitos en el banco con lo cual puede haber más dinero para el financiamiento de megaproyectos que son a su vez fuentes de empleo y de riqueza. De este modo, todos salen ganando, salen ganando los pequeños ahorradores con los intereses que les reditúan los bancos y la seguridad de los dineros que les entregan en custodia, salen ganando los mismos bancos, y salen ganando los inversionistas con grandes ideas en mente para megaproyectos que requieren de amplias fuentes de financiamiento.
La clave para la redituabilidad de cualquier banco es, desde luego, la facultad de poder obtener una ganancia legítima. Si a un inversionista se le prestan 10 millones de pesos, el interés que obtenga el banco al cabo de unos dos años, digamos, un medio millón de pesos, viene siendo la ganancia del banco; se obtiene de regreso más de lo que se presta (porque si se obtuviera lo mismo, no habría ganancia alguna). Pero resulta que esta ganancia tiene otro nombre:
usura, y esta es precisamente la definición de usura. De este modo, no existe un solo banco en el planeta que no sea una institución usurera, porque de no serlo no tendría medios para subsistir y seguir operando. El concepto de la usura lo podemos rastrear hasta mucho antes de la época de
Justiniano, emperador de Bizancio en el siglo VI, cuando en su tiempo se reglamentaron con precisión los usos y costumbres del mundo romano en materia bancaria y se fijó la tasa de interés entre un 4% y un 8% al año (Julio César había impuesto un interés máximo del 12%), con algunas excepciones, considerando el riesgo de las operaciones.
Y Justiniano, desde luego, no era ningún judío.
La satanización de la usura (dando un golpe de muerte temporal a la banca) empieza con
Carlomagno, el cual prohibió a los laicos prestar cobrando interés; en esos momentos históricos es cuando surge la lucha que daría la Iglesia contra la usura. Esta satanización sería retomada de nueva cuenta cuando la lucha contra la usura fue esgrimida como un señuelo por los fascismos europeos en el siglo XX. Pero desde el momento en que sabemos que el régimen Nazi fue financiado por cierta
banca internacional (hecho minimizado o de plano ignorado en la literatura de la extrema derecha) así como por la poderosa
industria metalúrgica alemana, comprendemos que no todas las condenas de la usura son lo que parecen, ni tienen como fundamento la búsqueda de la justicia. El fascismo, sea del tipo que sea, no aporta un equilibrio, sino un desequilibrio más profundo. Frente al mundo ordenado de las tenedurías de libros, significa la vuelta a las pulsiones de la aventura y el militarismo.
En lo que toca al judío, la Torah (lo que viene siendo el Antiguo Testamento de los cristianos) desde los tiempos de Moisés prohibe que entre los judíos se cobre interés alguno por préstamos, excluyéndose el caso en el que un préstamo se haga a un extranjero:
“No obligues a tu hermano a pagar interés, ya se trate de un préstamo de dinero, de víveres, o de cualquier otra cosa que pueda producir interés. Al extranjero podrás prestar a interés, más a tu hermano no prestarás así” (Deuteronomio, 23:20).
La parte final de este versículo fue lo que le facilitó a los judíos un salvavidas durante los años de las persecuciones, habido el hecho de que a los judíos se les tenía prohibido la práctica de numerosos oficios. Aquí, el instinto de supervivencia tiene mucho que decir, sobre todo en el ámbito cristiano, donde a los judíos no solo se les prohibía la práctica de una gran cantidad de profesiones sino que eran considerados ciudadanos de segunda. Superada la imagen infantil del “judío avaricioso”, habría que señalar a los califas musulmanes y a los reyes cristianos, tanto de oriente como de occidente, como responsables del surgimiento de una importante banca judía en el corazón del mundo islámico y de la cristiandad. La iglesia católica y los alfaquíes prohibían la usura, pero esta era útil a sus intereses de Estado. Entonces, ¿por qué no recurrir a un pueblo que ya tenía una “licencia de Dios” al respecto? En el mundo islámico, delegar las prácticas usurarias a los judíos fue habitual durante siglos, con el agravante hipócrita de que uno no se “mancha las manos con la usura”. Precisamente por estas actitudes hipócritas, muchos judíos fueron prácticamente obligados a fungir como prestamistas o como contabilizadores de préstamos al no permitírseles laborar en oficios y profesiones desligados de actividad bancaria alguna, recordando el viejo refrán: “el bueno de Don Juan Robles, de caridad sin igual, fundó este santo hospital, pero antes hizo a los pobres”.
La prohibición del préstamo con interés ha sido una práctica unánime en la historia de la Iglesia Católica hasta el siglo XIX, donde las circunstancias (más bien los intereses) se impusieron. Entre los padres y sabios de la Iglesia que arremetieron contra la usura, mencionaremos a Gregorio de Nicea (
Patrología Griega 46, 434); Juan Crisóstomo (
Patrología Griega 53, 376: 57, 61 s); Agustín de Hipona (
Patrología Latina 33, 664); Tomás de Aquino (
Summa Theologiae II-II q. IXXVIII, y “De malo” q. XIII, t.2ª 14);
Duns Escoto (
In IV Sentet, d.15, q.2, nn. 17-20 y 26), etc. (referencias tomadas de “La cuestión de la usura”, por ‘Umar Ibrahim Vadillo). El catolicismo ha condenado la práctica de la usura por lo menos en nueve Concilios ecuménicos. En el de Nicea (en el año 325), la prohibición del interés sólo regía para el Clero, bajo pena de degradación eclesiástica. Se suponía que un hombre dedicado a Cristo no podía actuar movido por ninguna clase de interés mundano. En los Capitulares de Carlomagno, la prohibición se hizo extensiva a toda la población.
Sin embargo, la práctica de la usura no desapareció. La última gran declaración de la Iglesia contra la usura (entendida siempre como cualquier interés, por pequeño que sea) aparece en la Encíclica
Vix Pervenit del Papa Benedicto XIV en el año 1745.
Hoy en día la usura no solo es permitida sino practicada por la Iglesia Católica (el costo que se ha tenido que pagar por esto ha sido una secuela de muy terrenales escándalos financieros como el del
Banco Ambrosiano). Se pretende justificar el cambio mediante la distinción entre el interés moderado (permitido por ley) y la práctica usurera (practicada por prestamistas), que se habría convertido en un interés excesivo. Como hemos visto, esta distinción es arbitraria, y ha sido una y otra vez explícitamente rechazada por la Iglesia. El cambio en la definición de las palabras puede ser muy útil. Así, hoy en día la Iglesia puede seguir condenando la usura y practicarla. Sin embargo, cualquiera que tenga una mínima perspectiva histórica no puede dejar de sorprenderse: ¿cómo es posible que la Iglesia haya renunciado a una prohibición de siglos?
La
historia de la banca es amplia, y no perderemos tiempo aquí en detalles que se pueden encontrar en muchas referencias. El primer banco moderno fue fundado en Génova, Italia, con el Renacimiento italiano en marcha, en el año 1406, y su nombre era
Banco di San Giorgio. Contrariamente a las aserciones antisemitas que indentifican a los judíos con la palabra “usurero”, a este primer banco no puede atribuírsele una patente de exclusivad judía, ya que en su funcionamiento colaboraron prominentes familias genovesas no-judías, incluyendo la casa de los
Grimaldi (actuales soberanos del principado de Mónaco,
no-judíos).
Regresemos al trono de oro. Por las razones expuestas arriba, no había bancos (en el sentido moderno de la palabra) en los tres siglos en que los Reyes Católicos y sus descendientes estuvieron gobernando. Pero entonces, ¿cómo se las arreglaron para poder generar riqueza y para poder financiar sus megaproyectos? La respuesta obvia: el pillaje desmedido llevado a cabo en las Américas para surtir a la Corona Española de la prosperidad que no se atrevió a basar en el propio trabajo de su gente sin recurrir a invasiones ni bandolerismos genocidas que fue lo que proporcionó el financiamiento de todo.
Otro hecho importante que también minimiza o de plano oculta la versión de la Historia oficializada en tiempos del Generalísimo Francisco Franco por sus mimados revisionistas es el que desde que Hernán Cortés puso pie en lo que hoy es México hasta que se colapsó el imperio quedando en ruinas, jamás hubo un solo miembro de la Corona, ni rey ni príncipe, que se dignara a visitar a sus “amados súbditos” en la Nueva España. Es claro y evidente que la intolerante y xenofóbica monarquía española jamás vió a la Nueva España como algo más que una fuente inagotable de oro y plata para financiar los despilfarros, extravagancias y guerras de dicha decadente monarquía. Por mucho tiempo, hasta principios del siglo XX, el odio que se ganaron a pulso en México los esbirros y explotadores llegados del otro lado del mundo fue evidente con las muestras de repudio que recibían (inmerecidamente) aquellos españoles que se atrevían a inmigrar a México (la palabra gacho que en México denota una persona mala, malvada, de lo peor, deriva directamente de la palabra gachupín usada para describir a un español indeseable nacido en la península ibérica). Esta prolongada etapa de resentimiento fue superada cuando el Presidente Lázaro Cárdenas en un acto de generosidad magnánima que los españoles de hoy le reconocen le abrió las puertas de México a miles de Republicanos españoles salvándolos de una muerte segura que habrían tenido a manos del ultraderechista Francisco Franco, y con la realización de que los españoles de hoy, una nueva generación de ellos, está en su mayor parte desligada de las barbaridades y atrocidades que cometieron aquellos forajidos que portando emblemas y escudos reales llegaron a América para saciar la glotonería del trono de oro, y no tienen ya parentesco alguno con los Conquistadores-saqueadores que hace medio milenio se embarcaron “para probar fortuna” matando, robando y esclavizando.
Tan están conscientes las nuevas generaciones de españoles de hoy de las terribles
matanzas y atrocidades cometidas por la violenta crueldad del despiadado Hernán Cortés a nombre de la increíblemente voraz Corona Española y cuyo punto culminante lo constituye desde luego la
matanza de Tenochtitlán, que recientemente se han dado muestras de repudio en su contra en España como el siguiente “baño de sangre” (pintura roja, posiblemente mezclada con sangre de cerdo) vertida sobre la estatua del genocida
number one al servicio de los MUY “devotos y cristianos” Reyes Católicos pudiéndose apreciar cómo al pie de la estatua el despiadado genocida aplasta con su pie la cabeza de un pobre nativo cuya única culpa fue el haber vivido en una zona en donde había mucho
¡oro!:
Quizá lo que más les pueda doler a los habitantes de hoy en día que en la península ibérica aún añoran la riqueza en oro y plata que llegaba del otro lado del mundo es que, por lo menos en lo que toca a México, el oro y la plata se siguen extrayendo en fuertes cantidades, a tal grado que los magnates mineros actuales han logrado
duplicar el oro que se extrajo en los tiempos de la Colonia. Esa es la buena noticia para México. La mala noticia es que, gracias a las concesiones cedidas por la derecha ultraconservadora panista en los doce años que estuvo en el poder (2000-2012), los beneficiarios terminaron siendo los inversionistas a los cuales el PAN-Gobierno les concesionó 52 millones de hectáreas.
¿Hay alguna otra alternativa para la generación así sea artificial de prosperidad así como para la reducción del desempleo? La Alemania Nazi en esto ciertamente fue proficiente, y esto nadie se lo niega. Pero los literatos de la ultraderecha soslayan un factor extraordinariamente importante.
En los puntos dados arriba al principio, se citó como punto de referencia a la empresa General Dynamics. ¿Qué es la empresa General Dynamics? Es tan sólo una empresa entre otras tantas que hay entre otras en los Estados Unidos, la cual maneja un enorme presupuesto de miles y miles de millones de dólares, la cual es una fuente de empleos bien pagados. ¿Y cuál es el principal producto de esta empresa? ¿Alimentos? No. ¿Medicinas? No. ¿Muebles y enseres para el hogar? No.
La fabricación de armamento para la guerra, equipo y aparatos de todo tipo con fines militares. Tan solo General Dynamics (mencionada arriba al principio entre los puntos de referencia) es de una importancia tal, que cuando ocurrió el
cierre de gobierno en octubre del 2013, en las ciudades en donde opera dicha corporación multibillonaria se resintieron efectos económicos negativos extraordinariamente serios al dejar de fluir los fondos federales.
En buena medida, la economía norteamericana es una economía basada en la guerra,
aún en tiempos de paz. Con la construcción y el mantenimiento de buques de guerra, portaaviones, tanques, jets de alto rendimiento, satélites espías, fusiles, granadas, bombas, bazukas,
proyectiles Stinger, bombarderos, proyectiles de largo alcance y muchas otras cosas más, se les dá empleo bien pagado a miles y miles de ingenieros, obreros, diseñistas, contadores, técnicos especializados, consultores, etc. El mismo
Pentágono es el ejemplo supremo de una burocracia extensa y bien pagada que de otro modo estaría desempleada creando problemas sociales.
Se ha mencionado a la empresa General Dynamics, pero hay muchas otras que dan uso a un presupuesto militar de miles de millones de dólares, empresas tales como
Raytheon,
Hughes Aircraft, y muchas otras. No es ninguna coincidencia histórica el hecho de que el país con mayor acumulación de riqueza en estos momentos sea también el país con el potencial bélico más grande en la historia de la humanidad, y es un hecho histórico reconocido y aceptado que lo que sacó a Estados Unidos de los efectos de la Depresión Económica de 1929 fue precisamente la Segunda Guerra Mundial, más que las reformas sociales en materia económica impulsadas por el Presidente Franklin Delano Roosevelt.
¿Qué sería de la economía norteamericana si en cierto momento decidiera prescindir de toda su industria militar, abandonando cualquier pretensión de sostenerse como la primera potencia bélica del planeta? Eso sería tanto como preguntarse: ¿qué se va a hacer con todos los ingenieros, obreros, diseñistas, contadores, técnicos especializados, consultores, soldados, oficiales de alto rango (generales, coroneles, tenientes, etc.), muchos de ellos con empleos muy bien remunerados en dólares? La respuesta obvia es que Estados Unidos simple y sencillamente no está preparado, al menos en lo que a la cuestión de su economía respecta, para prescindir de su industria bélica.
Trasladémonos ahora a Alemania, a las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Alemania se encuentra derrotada, sin armamento, prácticamente sin nada con qué combatir. En el Tratado de Versalles, se somete a condiciones que antes del inicio de la guerra habría considerado completamente inaceptables, pero no le queda de otra, porque ya no le queda nada con qué seguir peleando, ha agotado sus recursos. Con la llegada de 1929, la situación económica mundial empeora con el advenimiento de la Gran Depresión. La situación se ve en verdad gris y negra.
Con la llegada de Hitler al poder, suceden varias cosas entre 1929 y 1939. Una de ellas es la mano magistral de Hjalmar Schacht, el
banquero de los Nazis (y al cual la ultraderecha contemporánea casi no le concede ni crédito ni mérito alguno por su manejo diestro de las finanzas en la Alemania Nazi). Pero ocurre también otra cosa a la cual la literatura ultraderechista contemporánea hace todo lo posible por restarle importancia. De haber sido un país sin contar con armas con qué pelear al aceptar su derrota en la Primera Guerra Mundial, en tan sólo una década Hitler construyó el Ejército mejor armado y más poderoso que Europa hubiese conocido en su larga Historia. La Alemania Nazi se armó hasta los dientes equipándose con cantidades astronómicas de armamentos que fueron las que envalentonaron a Hitler para emprender sus hostilidades en contra de sus vecinos. Hitler jamás se habría atrevido a invadir Polonia en 1939 con la cantidad de armamentos y la cantidad de soldados con que contaba Alemania al final de la Primera Guerra Mundial, no estaba tan loco, como tampoco se habría atrevido a invadir a Rusia teniendo abierto ya un frente de guerra occidental si no hubiese contado con suficientes armamentos para tener abiertos simultáneamente dos frentes de guerra. Al decidir Hitler la invasión de Polonia, la Alemania Nazi estaba tan bien pertrechada que la invasión con una
blitzkrieg extremadamente rápida fue cuestión de unos cuantos días, ello pese a que Polonia tenía sus propios pertrechos y creía contar con medios para defenderse de un tirano cuyas actitudes erráticas y sus desplantes lo hacían ver como un verdadero peligro y amenaza para todos los vecinos de Alemania. Al final, la burda maniobra del Primer Ministro inglés
Chamberlain para tratar de aplacar con su
política de apaciguamiento aunque fuese un poco los desmedidos apetitos de Hitler fue en vano, sólo retrasó un poco lo inevitable que culminaría con el lanzamiento de las hordas guerreras del fascismo alemán para satisfacer los apetitos expansionistas de Hitler (apetitos similares a los que llevaron a los Conquistadores españoles al continente americano). La lección histórica obtenida de esa experiencia es que a los tiranos y sátrapas no se les aplaca cumpliéndoles sus caprichos, se les combate inclusive hasta matarlos de ser necesario, porque en última instancia es preferible que mueran unos cuantos cientos o inclusive unos cuantos miles a que mueran millones después.
Lo anterior tiene un corolario. Si a finales de la Primera Guerra Mundial ya no le quedaban a Alemania pertrechos dignos de mención, diez años después y antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial la misma Alemania había logrado amasar una cantidad gigantesca de armamentos que no salieron de la nada. Para producir tanto material de guerra, se necesitaron muchos ingenieros, muchos técnicos, muchos científicos, muchas fábricas, muchos contadores. Lo cual vino siendo una gran fuente de empleos bien pagados. Y la gigantesca expansión del Ejército alemán con la adición de miles y miles de soldados y oficiales de alto rango contribuyó también a reducir en forma significativa las cifras del desempleo.
A todo lo anterior se le sumó el hecho de que Hitler también logró extraer casi de la nada de una Alemania derrotada las fuerzas y las energías para revitalizarse prometiéndole a cambio algo a futuro que a muchos les agradó desde un principio en su oferta de gobierno: venganza. Venganza pura y simple. Venganza por la humillación de la derrota que sufrió Alemania en la Primera Guerra Mundial, venganza en contra de los vencedores que la humillaron. Sumado a la promesa de la conquista de nuevos territorios (la política Nazi del lebensraum) para darle a Alemania muchas riquezas, las riquezas obtenidas como botín de guerra de los conquistados. En este sentido, Hitler no fue muy diferente de los Conquistadores-saqueadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro enviados por la España Católica hacia un nuevo continente, y podría muy bien haber sido la reencarnación de cualquiera de ellos.
Lo bueno hubiera sido ver cómo se las habría arreglado Hitler para sostener la recuperación económica de Alemania sin llevar a cabo invasión alguna y al darse cuenta los alemanes de que el país contaba ya (para fines de 1938) con un inventario excesivamente grande de armamento sin uso inmediato y sin justificación alguna para seguir construyendo y amasando más material bélico del que ya tenían. Bajo el esquema económico de Hitler, Alemania simple y sencillamente no estaba preparada para una paz a largo plazo, porque su economía no estaba diseñada para ser una economía de tiempos de paz; el armamento que ya se tenía se tenía que usar a como diera lugar para poder mantener las fábricas de armamento trabajando y las fuentes de empleo seguras, y el único uso que se le puede dar a un armamento tan grande es usándolo. O dejar el poder, y dejarle a otros el problema de convertir una economía basada en el belicismo en una economía basada en el pacifismo, lo cual no resulta nada fácil.
Todos estos “pequeños detalles” son los que minimizan o de plano ignoran los propagandistas contemporáneos del neofascismo, el cual se basa hoy en día en un fenómeno que los estudiosos han dado por llamar el
neoantisemitismo. Se trata del mismo antisemitismo neofascista mediante el cual sociedades secretas de la extrema derecha como la
Organización Nacional del Yunque y la organización
Tecos de Guadalajara en México mantienen vigente a través de su propaganda chatarra mitos ultraderechistas como
el trono de oro que le achacan por entero a los judíos.