martes, 30 de julio de 2013

México Imperial

Uno de los sueños de opio de la derecha ultraconservadora mexicana, la cual por naturaleza siempre ha aborrecido la democracia aunque por fuera en el siglo XXI se proclame defensora de la misma, ha sido el establecimiento en México de un gobierno de corte monárquico, de preferencia con abolengo europeo en concordancia con la añeja doctrina fascista de que los europeos son racialmente superiores a los autóctonos mexicanos de piel bronceada. Es por ello que, después de haberle dado su respaldo y apoyo a Su Alteza Serenísima que terminó entregando más de la mitad del territorio nacional al país vecino del Norte (después de la entrega de la mitad de México al gobierno norteamericano, Su Alteza Serenísima les vendió a los norteamericanos el territorio de La Mesilla sin encontrar jamás oposición alguna para tal venta entre la clase conservadora de México que se la pasaba todo el tiempo adulándolo), los traidores a la República se desplazaron hasta Europa para ofrecerle a un noble de cabellos rubios y ojos azules el coronarlo como Emperador, una aventura que terminó deshonrosamente para la derecha ultraconservadora de México con el fusilamiento de tres aventureros descastados en el Cerro de las Campanas. Por raro que parezca, los derechistas ultraconservadores todavía tienen puestos sus ojos en un posible sucesor al que consideran digno de llevar con la frente en alto el honroso título de Emperador de México. Helo aquí:

México tiene 'familia imperial'
Excélsior
7 de julio del 2013
No únicamente España o el Reino Unido cuentan con una “familia real”. México también tiene la suya. Sólo que, en este caso, la “familia imperial” vive en el exilio. Además, no es considerada como tal en nuestro país, ante la inexistencia del “trono de México”, pero en Europa son tratados por la nobleza del Viejo Continente como “los legítimos herederos de la dinastía mexicana De Iturbide”.
Se trata de la familia Götzen-Iturbide Franceschi, encabezada actualmente por el “príncipe imperial” Maximiliano, descendiente directo de Agustín de Iturbide, primer emperador mexicano y consumador de la Independencia del país.
Maximiliano o Maximilien von Götzen-Iturbide está casado con María Anna de Franceschi, quien desciende de una línea de nobles croatas y venecianos. Tienen dos hijos nacidos en Australia: Fernando, actualmente de 21 años, quien sería el segundo en la línea de sucesión al “trono imperial”, y Emanuela, nacida en 1998.
Perth, Australia, localidad que cuenta con poco más de un millón y medio de habitantes, en su mayoría inmigrantes, es la ciudad que alberga a los Götzen-Iturbide Franceschi. Maximiliano es empresario, gusta de practicar deportes, como la equitación y el esquí, y participa en competencias de yates.
Su hijo mayor, el príncipe Fernando Leopoldo, fue educado en el exclusivo y prestigioso instituto suizo Le Rosey. Está interesado en la historia mexicana y estudia actualmente administración gubernamental en la Universidad de Georgetown.
Por el Institut Le Rosey han pasado numerosos nobles europeos, como el rey Juan Carlos I de España; Rainiero III, príncipe de Mónaco, o el príncipe Guillermo, gran duque, heredero de Luxemburgo.
En la actualidad no existen registros sobre declaraciones relacionadas con México que haya realizado algún integrante de la familia imperial. Excélsior buscó a Maximilien y a Fernando para entrevistarlos, pero hasta el cierre de esta edición no se recibió respuesta por parte de los Götzen-Iturbide.
“Don Maximiliano es el indiscutible jefe de la Casa Imperial de México y es heredero al trono, tanto por parte de la tradición Iturbide como por la Habsburgo. Él ha sido la cabeza de la Casa Imperial por cerca de 50 años, y es necesario aclarar que no está interesado en desempeñar algún papel político en México”, explicó el investigador Enrique Sada, quien es cercano a los Götzen-Iturbide.
En México la monarquía no existe y la Constitución establece, en su artículo 12, que en el territorio nacional “no se concederán títulos de nobleza, ni prerrogativas y honores hereditarios, ni se dará efecto alguno a los otorgados por cualquier otro país”, por lo que en caso de que los Götzen-Iturbide arriben a México no se les reconocerían sus títulos nobiliarios.
Sin embargo, la inexistencia de la monarquía en nuestro país no fue obstáculo para que, en 2011, Maximiliano Götzen-Iturbide fuera recibido en el Palacio Apostólico del Vaticano como el “legítimo heredero al trono de México” por Joseph Ratzinger, entonces papa Benedicto XVI.
La tragedia de una familia
Al menos tres acontecimientos trágicos han marcado a la dinastía Iturbide. El fusilamiento de Agustín I en Padilla, Tamaulipas, tras su exilio y posterior retorno a México; la ejecución del emperador Maximiliano de Habsburgo, así como la muerte de María Josepha Sophia de Iturbide y Mikos de Tarrodhaza, abuela del actual “príncipe imperial”, en un campo de concentración comunista.
En marzo de 1823, Agustín de Iturbide abdicó al Trono de México y se exilió en Italia. En México fue declarado traidor y fuera de la ley por el Congreso. Se dictaminó que si volvía al país se le debía fusilar inmediatamente, decreto que exhibía el temor de que el antiguo emperador retornara del exilio.
Ignorando el decreto proclamado en su contra, Iturbide se embarcó junto con su familia a México para prevenir al gobierno sobre los planes de España para reconquistar el país. Desembarcó en Soto la Marina el 15 de julio de 1824. Ahí fue arrestado por Felipe de la Garza, y el Congreso local por votación casi unánime —dos diputados se opusieron— condenó a muerte por fusilamiento a Iturbide.
Agustín de Iturbide fue fusilado en Padilla, Tamaulipas, el 19 de julio de 1824. “¡No soy un traidor, no!”, fueron las últimas palabras del primer emperador mexicano.
“Estados Unidos, a diferencia de Inglaterra y el resto de América, no celebraron la obra y el genio del Libertador de México: la vieron con temor y desafecto. Iturbide les recordaba a Napoleón en todos los sentidos, según se desprende de las conversaciones entre Thomas Jefferson y el presidente James Monroe, pues sabían que un hombre así, ya como primer jefe, regente o emperador sería no sólo un estorbo para los planes expansionistas que tenían sobre México y Cuba, también les parecía una amenaza a su integridad territorial y a su sistema de gobierno”, aseguró el historiador Enrique Sada sobre la caída del Primer Imperio Mexicano.
La nieta de Agustín de Iturbide, María Josepha, se convirtió en cabeza de la Casa Imperial de México en 1925, tras el fallecimiento de su tío, también de nombre Agustín.
De acuerdo con el ya fallecido historiador español Juan Balansó, quien siguió la historia de la monarquía mexicana, doña María era muy modesta, piadosa y nunca busco desempeñar papel político alguno. Se casó en dos ocasiones y tuvo dos hijas. Su primer matrimonio fue en Hungría, el 12 de marzo de 1908 con el Barón Johann Nepomuk Tunkl, capitán de caballería del ejército imperial austro-húngaro. De este matrimonio nacieron dos hijas, María Ana Tunkl Iturbide, que permaneció soltera, y María Gisela Tunkl Iturbide, quien se casó en primeras nupcias en 1940 con el conde Gustavo Adolfo von Götzen y, en segundas, con Ottavio Stefano della Porta en 1959. María Gisela fue madre del conde Maximiliano Götzen-Iturbide, actual heredero al Trono de México.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial fue internada en un campo de concentración rumano junto con su segundo esposo, Charles de Garriere, acusados de “monárquicos y enemigos del pueblo”. Su heredero, según su testamento y con el consentimiento de sus dos hijas, fue su único nieto: Maximilien von Götzen-Iturbide.
Unión Imperial
Fueron dos las oportunidades que tuvo la familia Iturbide para gobernar México: la primera, cuando por aclamación popular, tras la consumación de la Independencia, Agustín de Iturbide fue coronado como el primer emperador del naciente país.
La segunda oportunidad surgió durante el Segundo Imperio, cuando Maximiliano y Carlota, al no poder tener descendientes, decidieron “adoptar” a los nietos del primer gobernante del México Independiente. Ahí surgió la historia contemporánea de los herederos de ambos imperios.
Maximiliano de Habsburgo, emperador desde el 10 de abril de 1864 al 15 de mayo de 1867, “adoptó” a Agustín de Iturbide y Green, nieto del consumador de la Independencia y primer emperador de la naciente nación mexicana, Agustín de Iturbide, y a su primo Salvador.
Fue idea del ex archiduque del imperio Austro-Húngaro el unir las casas Iturbide y Habsburgo en la figura del denominado Príncipe de Iturbide para asegurar el futuro del trono imperial de México.
“Esta acción no nació de los instintos paternales de Maximiliano y no fue una adopción como tal. Fue un contrato bien pensado que negoció Carlota con la familia Iturbide, pero ella no firmó”, explicó Catherine Mansell a Excélsior.
Según la investigadora, el segundo emperador de México aparece como cotutor, junto con Josefa de Iturbide, tía del niño, y lo hizo “como algo simbólico” con el objetivo de garantizar la permanencia del Imperio Mexicano.
“La derrota de esta idea implicó la derrota del Imperio, pues los mexicanos prefirieron ser ciudadanos de una república que súbditos en una monarquía”, precisó Mansell.
Consultada por este diario, Mansell Mayo detalló que los archivos del emperador Iturbide y su familia se encuentran ahora en Washington D.C., Estados Unidos, concretamente en la Biblioteca del Congreso y en la Universidad Católica e, incluso, las memorias de la esposa del Príncipe de Iturbide se encuentran aún inéditas.
El país arropa a hijos de reyes
Nuestro país cuenta con varios compatriotas que nacieron con sangre azul, pues sus antepasados se enlazaron con nobles de diversos países y, por ello, algunos son herederos al trono o tienen derecho a un título dinástico.
Princesa mexicana
La escritora Elena Poniatowska, de ascendencia polaca, aunque nació en Francia, adquirió la nacionalidad mexicana en 1969. Al nacer adquirió el título de princesa, debido a que su padre fue el príncipe Jean Ciolek Poniatowski, quien descendía de la familia del último rey de Polonia, Estanislao II Poniatowski.
En la década de 1940, los Poniatiski llegaron a la Ciudad de México. A esta familia de linaje real pertenece Kitzia Nin Poniatowska, sobrina de Elena, quien también se dedica a la literatura.
Noble olímpico
Durante los Juegos Olímpicos de Invierno en 2010, realizados en Vancouver, Canadá, participó compitiendo por México en el deporte de esquí un príncipe llamado Hubertus Rudolph von Fürstenberg-von Hohenlohe-Langenburg, descendiente de la familia real de Württemberg, un antiguo principado ubicado en la actual Alemania.
Este deportista de sangre azul nació en la Ciudad de México en febrero de 1959. También es cantante, fotógrafo y empresario. En 1981 fundó la Federación Mexicana de Esquí y en 1984 representó a México en los Juegos Olímpicos de Sarajevo, Yugoslavia.
La madre de Hubertus Rudolph es la princesa Ira von Fuerstenberg, una noble ítalo-alemana y sobrina de Gianni Agnelli, el magnate de la marca de vehículos Fiat. El padre es Alfonso von Hohenlohe, quien introdujo el automóvil Volkswagen a nuestro país.
Según el Comité Olímpico Mexicano, Von Hohenlohe reside en Marbella, en Liechtenstein y, debido a sus actividades, también en Austria, donde es cantante pop y mantiene frecuente contacto en los círculos sociales de Viena.
La condesa mexicana
La mexicana Genoveva Casanova, de profesión modelo, se casó con el conde de Salvatierra, Cayetano Martínez de Irujo, hijo de la Duquesa de Alba. Dos años duró el matrimonio que la convirtió en condesa de Salvatierra, tiempo en que tuvo dos hijos.
Sueños monárquicos
Si bien Maximilien Götzen Iturbide, heredero al Trono de México, no tiene pretensiones de buscar el poder en nuestro país, existen aquí diversos grupos que buscan “la restauración pacífica de la monarquía”.
En redes sociales se puede encontrar al grupo “Yo apoyo el regreso de la monarquía en México. Viva el III Imperio Mexicano” o también al “Partido Monárquico Mexicano”.
“Apoyamos el regreso de la Monarquía a México con don Maximiliano von Götzen-Iturbide, actual portador y protector de la Casa Imperial Mexicana, y príncipe imperial de México. En este sitio estamos en favor de la monarquía y de la Casa de Iturbide como única legítima Casa real que puede aspirar al trono de México”, afirman en un sitio de internet con más de cinco mil seguidores.
“Con el regreso de los emperadores se instauraría la monarquía constitucional... y México poseería la única monarquía del continente y tendría un sistema de gobierno muy parecido al de Reino Unido, España, Noruega, Suecia, Holanda, Bélgica, Mónaco, Luxemburgo o Liechtenstein”, detallan en la web.
En Facebook y Twitter se pide presionar al gobierno para que sean trasladados los cuerpos de la familia imperial Iturbide y su descendientes a territorio nacional y los restos mortales del emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota, para “rendirles los honores merecidos como parte importante de la historia mexicana”.

Este es el aspirante a ocupar el digno cargo de Emperador de México (si se puede), Maximilien von Götzen-Iturbide, por si acaso la ultraderecha de México admiradora del fascismo alemán del siglo pasado se sale con la suya con alguna nueva intentona de acabar con la República en México, al momento de ser recibido por el Papa Benedicto XVI:



Quienes quieran ir a ver la osamenta genuina, descarnada, auténtica, original, sin falsificación alguna, del Emperador Agustín de Iturbide, lo pueden lograr con tan solo hacer un viaje a la Ciudad de México, ya que están en exhibición en un lugar bastante público, la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México:




Esta es la línea de sucesión del noble que está más que listo para ser coronado en México si es que acaso se llegan a dar en el país suficientes traidores como los que se dieron en los tiempos de Benito Juárez:



Son muchos los mexicanos que por falta de tiempo dedicado a la lectura ignoran que México casi estuvo a punto de caer gobernado a perpetuidad por una monarquía dinástica apuntalada por la derecha ultraconservadora de México que todavía hasta el día de hoy estaría gobernando al país en aras únicamente de los intereses de los poderosos. Les faltó muy poco para lograrlo en aquella época cuando la República que se encontraba sitiada, como lo relata el siguiente historiador:

Responder a un bufón
Víctor Orozco
EL DIARIO
28 de julio del 2013
A propósito de la descalificación de la personalidad de Benito Juárez, –tratándolo como un traidor a la patria–, que hizo el ex presidente de la República Vicente Fox, proliferaron los mensajes en las redes sociales. El grueso de ellos, consideraba las declaraciones como otra más de sus tonterías, en cuya producción ha sido un prodigio,  pues aderezó el ataque con la bufonada de decir que había sido el mejor de todos los presidentes, incluyendo a Juárez. Sin embargo, otros  compartieron la diatriba contra el hombre de Guelatao aceptando el infundio. La causa: el famoso tratado Mc Lane-Ocampo, acuerdo signado por el embajador de Estados Unidos y el secretario mexicano Melchor Ocampo, el 14 de diciembre de 1859 en la ciudad de Veracruz, donde residía por entonces el Poder Ejecutivo federal.
Me ocupo del tema en esta columna, por una consideración de actualidad. A pesar de los más de ciento cincuenta años transcurridos desde la reforma liberal, de la cual emergió finalmente la nación mexicana, existen poderosas fuerzas políticas que ora agazapadas, ora a la luz del día, han reciclado parte del programa levantado en aquella época por el derrotado partido conservador. Uno de sus propósitos es la recuperación de la hegemonía ideológica que tuvo el clero católico hasta antes de las leyes juaristas. En correspondencia con la consabida pérdida de libertades y aherrojamiento de las conciencias que ello implica, se fortalecería –aún más– la capacidad de los grandes poderes fácticos para dominar al pueblo mexicano. Las alianzas sagradas entre jerarcas religiosos, conspicuos empresarios, políticos conservadores, dueños de los medios, sus auxiliares intelectuales, acabaría por hundirnos en  la conformidad y la sumisión. Pasarían así, sin mayores problemas, leyes represivas, enseñanza religiosa en las escuelas oficiales, bajas salariales, enajenaciones de patrimonio público, explotaciones sin control de los recursos naturales. Todo esto forma parte sustancial del programa de las derechas en todo el mundo y en México desde luego.
Digamos que durante aquel momento crucial de la historia mexicana a finales de la década de 1850, disputaron no solo dos proyectos históricos –inconciliables, como bien los establecía Miguel Miramón el caudillo militar de los conservadores– sino dos actitudes, dos maneras de entender la vida, dos formas de conducirse: una, obsecuente con los viejos poderes, predicadora y promotora del vasallaje –económico, político y cultural–, amante de la intolerancia ante todo de la religiosa, inmovilista, partidaria de los fueros y privilegios. La otra, explosiva, libertaria, abierta al mundo y a las ideas, enemiga de monopolios –otra vez, económicos, políticos o culturales–, abridora de caminos para nuevas reivindicaciones: de mujeres, de indígenas, de trabajadores asalariados, multiforme, variada, iconoclasta, independentista. Sólo hay que consultar la prensa, los folletos, los autores, los discursos de la época y el lector moderno se percatará de estos dos mundos encontrados.
Y Benito Juárez, no el más radical, tampoco el de mayores arrestos intelectuales entre los reformadores, encarnó y personificó a estas fuerzas sociales representantes de la revolución, término con el cual se identificaban y las reconocían también sus enemigos. Lo hizo porque fue el estadista, con la destreza y el genio –admirables en prohombres como Abraham Lincoln y Napoleón Bonaparte- necesarios como para rodearse de grandes personalidades, incluso de rivales, sin huirle a la posible competencia. Así pasó a la historia, pues condujo dos gestas: triunfó de la reacción nacional e internacional, primero en 1857-1860 y luego en 1862-1867. Estos hechos, reconocidos casi universalmente le valieron ser el mayor de los políticos y estadistas producidos en este país. (Sin embargo, leí de algún tonto que Juárez es un héroe construido por los priistas).
Los ataques permanentes de voceros derechistas contra Juárez, encuentran su origen en aquellas dos visiones que se han disputado el campo a lo largo de la historia nacional. A Juárez le tocó o él lo buscó, un papel protagónico en aquella década cuando resplandeció la disputa. Por tanto, ha sido objeto de cualquier tipo de agresiones por grupos con nombres cambiantes: clericales, papistas, cristeros, sinarquistas, franquistas, pro nazis, anticomunistas…y ahora por Vicente Fox, quien es quizá todo lo anterior sin saberlo.
Volvamos al trillado acuerdo, que no tratado, pues nunca alcanzó tal categoría por las formales razones de no haber sido ratificado por el senado de los Estados Unidos, ni firmado por el presidente mexicano, –Benito Juárez–, a quien el Congreso le había otorgado facultades extraordinarias. Coloquémonos en 1859. Hay dos gobiernos en la República: el constitucional instalado en Veracruz y el proveniente del golpe de estado de Tacubaya, encabezados el primero por el licenciado Benito Juárez y el segundo por el general Miguel Miramón. Se libra una guerra devastadora en buena parte del territorio. Los mexicanos no pelean solos esta contienda, como ha sucedido en las guerras civiles de cualquier país. Inglaterra, Francia, España, el Vaticano, Estados Unidos mueven sus piezas y buscan ganancias: privilegios, vuelta al régimen colonial, religión única, porciones del territorio mexicano. Todos aprovechan el momento y arrancan concesiones, ya con uno o con otro de los disputantes.
En el año, son dos poderes extranjeros los de mayor peligro: España y Estados Unidos. El gobierno ibérico era rabiosamente antirrepublicano y aspiraba a reinstaurar la monarquía en México con un príncipe de la casa real en Chapultepec. Estos deseos embonaban justamente con el proyecto de los conservadores mexicanos quienes lo habían revivido con energía a raíz de la guerra con Estados Unidos. De hecho, ello implicaba una vuelta al reloj y el regreso al sistema colonial, con un gobierno compartido por criollos y peninsulares. No se conformó Su Majestad desde luego con las puras intenciones. Tenía a su favor la poderosa (al menos para México) flota de guerra anclada en La Habana y por lo pronto mandó una escuadrilla a Tampico e hizo preparativos para intervenir abiertamente en el conflicto a favor de los conservadores. Don Juan Prim, Conde de Reus, gloria del liberalismo español, senador por entonces, denunció abiertamente la maniobra en el cuerpo legislativo español el 13 de diciembre: “El Senado entiende que el origen de esas desavenencias es poco decoroso para la nación española, y por lo mismo ve con sentimiento los aprestos de guerra que hace vuestro gobierno, pues la fuerza de las armas no nos dará la razón que no tenemos”. No había muchos dudosos en ese tiempo de la inminente intervención española. Así lo comunicó el delegado apostólico Luigi Clementi al papa Pío XII. Y así lo veían escritores mexicanos y europeos. El gobierno republicano estaba en un tris de ser cogido entre dos fuegos, el de los cañoneros hispanos y el de las tropas conservadoras que asediaban el puerto.
Por su parte, los norteamericanos se frotaban las manos y el presidente Buchanan demandaba poderes al Congreso para emplear la fuerza militar en México y garantizar con nuevos territorios los “justos reclamos”. Tenían en su favor un derecho ya adquirido: el tratado de La Mesilla, (celebrado el 30 de diciembre de 1853, por el régimen clerical-militar de Santa Anna), aparte de la cesión de unos 120,000 kilómetros cuadrados, les concedió derecho de paso para tropas y mercancías por el istmo de Tehuantepec y otras concesiones en la Baja California.  Exigieron al gobierno de Juárez la entrega lisa y llana de estas zonas más otras de Sonora y Chihuahua. El estira y afloja fue interminable. Los mexicanos miraban hacia el mar, esperando divisar de un momento a otro los barcos españoles, al tiempo que demandaban el reconocimiento de Estados Unidos y buscaban frenar los desembozados planes de Washington. El resultado fue el convenio celebrado entre el enviado norteamericano y el ministro Melchor Ocampo. Se ratificaron los derechos de Estados Unidos derivados del tratado de La Mesilla y se ampliaron las concesiones, sin renunciar México a la soberanía sobre ningún territorio y sin ceder nuevas porciones del mismo. Fue una jugada de política internacional que caminó al filo del precipicio. Juárez obtuvo lo que quería: el apoyo diplomático y la posibilidad de empréstitos. El senado norteamericano no estaba en condiciones de discutir mucho, la inminente guerra civil –cantada desde hacía décadas– ocupaba su atención íntegra. En marzo de 1860, la jugada maestra de Ocampo y Juárez rindió frutos. Los españoles entregaron a los conservadores dos barcos artillados para bombardear Veracruz mientras las tropas la sitiaban por tierra. Ya fondeados en la isla de Sacrificios, estaban mayores buques de guerra listos para intervenir. El gobierno de Juárez, integrado por consumados políticos y juristas, emitió entonces un decreto declarando piratas a las embarcaciones, que habían pasado frente a San Juan de Ulúa sin izar bandera. Dos cañoneras norteamericanas las apresaron en el fondeadero de Antón Lizardo y las condujeron a Nueva Orleans. La reina española reclamó entonces a Washington por sus buques, pero ya el hecho estaba acabado: Miramón no pudo tomar Veracruz y los marinos hispanos se quedaron con las ganas –si las tenían– de instalar otra cabeza coronada en un trono mexicano.

Esto hay que aclararlo porque debe ser aclarado: Maximiliano de Habsburgo en realidad no actuó de mala fé cuando decidió trasladarse hasta México para ser coronado como Emperador. La tragedia en el asunto es que Maximiliano desde un principio fue engañado cuando los conservadores de aquél entonces le ofrecieron el trono de México, haciéndole creer que esta acción que implicaba el desmantelamiento y la destrucción de la República para suplantarla por una monarquía de corte absolutista tenía un gran respaldo y apoyo entre la gran mayoría de la población mexicana, siendo que era precisamente lo contrario. El siguiente cuadro trata de capturar el momento en el que los conservadores de ese entonces -padres ideológicos de los derechistas ultraconservadores de hoy incluyendo a los sectores más reaccionarios del Partido Acción Nacional y las sociedades secretas de ultraderecha como el Yunque y los Tecos de la ciudad de Guadalajara- le ofrecieron a Maximiliano el trono de México asegurándole e inclusive jurándole que los mexicanos en su gran mayoría ansiaban la destrucción de la República de corte democrático para ser reemplazada por una monarquía en la que al pueblo no se le diera jamás derecho de voto ni representación popular:


Algo muy importante debe ser recalcado: precisamente por el hecho de que no había un apoyo mayoritario en México para la destrucción de la República y la instauración de una monarquía, precisamente porque era una minoría de conservadores apátridas la que quería imponer su voluntad sobre la gran mayoría del pueblo de México, la única manera en la cual podían lograr tal cosa era recurriendo a la fuerza de las armas, a la fuerza bruta, algo para lo cual siempre estuvieron muy dispuestos, sin importer cuánta sangre Mexicana se tuviera que derramar con tal de afianzar el poder. El error de Maximiliano consistió en no darse cuenta de que había sido engañado vilmente por los mismos conservadores de los cuales descienden los ultraderechistas de hoy, y en no haber renunciado a su trono de opereta al percatarse de que los que anhelaban la destrucción de la República era un puñado pequeño de malos mexicanos tan malos como muchos que hoy militan en las filas de la misma caterva ideológica.

De haber triunfado la casta traidora, seguramente los primeros beneficiados habrían sido el General Tomás Conde de Mejía y el General Miguel Marqués de Miramón dejándole a sus descendientes vastos territorios y amplias fortunas así como de una gran cantidad de iletrados peones y esclavos a su servicio incondicional. Eso era tras lo que andaban por más que trataran de disimularlo, esas eran sus verdaderas intenciones. Toda esta demencial parefernalia del siglo XIX que se proclamaba cristiana nunca quiso aprender que cuando Jesús de Nazareth ejerció su ministerio él jamás tuvo intención alguna de ponerse una corona de oro proclamándose como rey echando a andar al mismo tiempo una casta nobiliaria y privilegiada de parásitos dedicados al ocio y al esplendor, por el contrario, él siempre instruyó a sus discípulos que su misión era servir a los pobres y ayudar al desprotegido, poniendo él mismo el ejemplo al decir que él no había venido al mundo para ser servido sino para servir. Lástima que sus autoproclamados fieles seguidores jamás quiseron ni han querido asimilar tan importante lección consignada en los mismos Evangelios. Y a los nobles de antaño sin duda alguna se les habrían unido nuevas hornadas de la teatral “nobleza” de opereta, con personajes tales como Luis Felipe Bravo Gran Comendador de la Casa Real Mena del Yunque y Antonio Leaño Barón de Tecos.

Los pseudo-historiadores revisionistas de la ultraderecha mexicana tales como Salvador Borrego y sus émulos tratan -a su manera- de pintar una historia muy diferente sobre cómo sucedieron las cosas. Para ellos, el fin de la aventura del Segundo Imperio se debió a una muy malvada conspiración fraguada por una insignificante minoría maquinando sus maldades en el seno de las logias masónicas mexicanas. Pero de haber sido cierto que el clamor popular de la gran mayoría de los mexicanos pedía a gritos la implantación de una monarquía en México, el desenlace histórico hubiera sido al revés. Ni siquiera el día de hoy la gran mayoría de los mexicanos en su sano juicio desearía que el actual sistema republicano, con todo y sus reconocidos defectos, fuese suplantado por una monarquía de corte absolutista con un Rey o un Emperador actuando como una especie de divina trinidad del cual emanen todos los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). De cualquier modo, con la presencia de las tropas francesas invasoras en México -a las cuales los conservadores apátridas también les abrieron las puertas del país al igual que como lo hicieron con Maximiliano- lo fácil hubiera sido para quienes creían firmemente en la idea de la democracia y la formación de una república respaldada por el voto popular salir corriendo del país dejándole a los traidores salirse con la suya. La implacable derecha ultraconservadora de México -citando panfletos tendenciosos como los elaborados por el presbítero Francisco Regis Planchet- no le perdona a Benito Juárez el haber actuado como salvaguarda de la República y valladar en contra de la instalación de una monarquía de corte absolutista en México, tachándolo rencorosamente de sanguinario, perverso, traidor, cobarde (nada de lo cual critican a Adolfo Hitler al cual admiran), en fin, de ser todo un Gran Satán. Y lo siguen haciendo hasta nuestros días. Y por cierto, hablando de Regis Planchet, en una cosa no debe haber absolutamente duda alguna: si Benito Juárez representaba los ideales republicanos en contraposición con las pretensiones monárquicas de los conservadores del ayer, y Regis Planchet siempre se identificó a sí mismo sin contrapujos como un decidido anti-Juarista, repudiando ferozmente todo lo que en vida representaba Benito Juárez y todo aquello en lo que creía Benito Juárez y por lo cual luchaba Benito Juárez, ¿qué otra cosa pudiera esperarse de Regis Planchet sino que una de sus mayores ilusiones fuera la presencia permanente en el territorio nacional de soldados franceses apuntalando a sangre y fuego la instalación de una monarquía en México, sin importar cuánta sangre mexicana tuviera que ser derramada? ¡Hasta les habría dado personalmente la bendición a todos y cada uno de los invasores franceses y la absolución completa de todos sus pecados en agradecimiento por hacer huír o mejor aún por matar a todos los mexicanos que se opusieran al establecimiento de una monarquía en México encabezada por un monarca nacido en Europa. Cabe agregar que, como muchos pudieran suponerlo ya, Regis Planchet no era un mexicano y mucho menos un indígena mexicano como Benito Juárez, puesto que no nació en México, era un extranjero, era un francés, y como tal siempre tuvo sus lealtades bien puestas en mente, demostrándolo con creces con sus escritos anti-Juaristas (Spectator tiene más información documentada sobre el presbítero Francisco Regis Planchet en su trabajo El verdadero Benito Juárez).

Para la instalación de una monarquía en el México contemporáneo, la primera opción de la ultraderecha mexicana sería que México fuese gobernado por un descendiente directo del sátrapa alemán Adolfo Hitler. Pero al no dejar Hitler descendencia alguna (o una de dos, o siempre fue cierto que Hitler quien se jactaba de ser muy varonil era estéril con problemas de disfunción eréctil además de traumas serios y trastornos de personalidad, o posiblemente sean ciertas las hipótesis que sostienen que Hitler era un homosexual que en lugar de aceptar su condición “saliendo del closet” usó a Eva Braun como distractor de la opinión pública para ocultar su condición homosexual y seguirse presentando a los alemanes como todo un macho man sin serlo), mientras que la segunda opción consistiría en buscar “realeza” que esté dispuesta a hacerles el juego a los alucinados de la ultraderecha mexicana, sobre todo los radicados en los Estados de Jalisco y Guanajuato. Un México gobernado por gente de “sangre azul”, con pedigree, tal es el anhelo de muchos ultraderechistas mexicanos, como el alucinado autor Salvador Borrego Escalante que en su libro pro-fascista antisemita América Peligra defendió a capa y espada los imperios que la derecha ultraconservadora le quiso imponer al pueblo de México a sangre y fuego. Una monarquía para México, una nueva casta de vividores, con todo y títulos nobiliarios. Lo cual demuestra que, aún en pleno tercer milenio, los enemigos de México aún siguen con sus sueños de opio y no están dispuestos a dar su brazo a torcer. No han cambiado en nada, ni cambiarán porque son gente de mente cerrada, al igual que el payaso Maximilien von Götzen-Iturbide que gusta de disfrazarse para atender eventos de gala dignos de la realeza anti-republicana y autócrata, posiblemente con los enfermeros de algún sanatorio siguiéndole de cerca sus pasos.